En 1492 se inica un Encuentro entre dos mundos sumamente diferentes en su desarrollo cultural y técnico. Europa halla en América dos culturas notables, la mayo-azteca, en México y América central, y la incaica en Perú, y un conjunto de pueblos sumidos en condiciones sumamente primitivas.
La Europa cristiana y las Indias son, pues, dos entidades que se encuentran en un drama grandioso, que se desenvuelve, sin una norma previa, a tientas, sin precedente alguno orientador. Ambas, dice Rubert de Ventós, citado por Pedro Voltes, eran «partes de un encuentro puro, cuyo carácter traumático rebasaba la voluntad misma de las partes, que no habían desarrollado anticuerpos físicos ni culturales que preparasen la amalgama. De ahí que ésta fuera necesariamente trágica» (Cinco siglos 10).
Quizá nunca en la historia se ha dado un encuentro profundo y estable entre pueblos de tan diversos modos de vida como el ocasionado por el descubrimiento hispánico de América. En el Norte los anglosajones se limitaron a ocupar las tierras que habían vaciado previamente por la expulsión o la eliminación de los indios. Pero en la América hispana se realizó algo infinitamente más complejo y difícil: la fusión de dos mundos inmensamente diversos en mentalidad, costumbres, religiosidad, hábitos familiares y laborales, económicos y políticos. Ni los europeos ni los indios estaban preparados para ello, y tampoco tenían modelo alguno de referencia. En este encuentro se inició un inmenso proceso de mestizaje biológico y cultural, que dio lugar a un Mundo Nuevo.
Extraído de "Hechos de los Apóstoles en América", de José María Iraburu
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